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jueves, 31 de julio de 2014

La confluencia

Ya decía mi ilustre paisano, Jorge Manrique -casualmente vivo al lado del instituto que lleva su nombre-, que “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir...” Y así en este trajín todos fluimos, o confluimos, hacia ese postrero destino. Pero hete aquí que en ese discurrir nos encontramos en un momento histórico (¿hay alguno que no lo sea?), en una época convulsa, de cambio, que precede a un futuro incierto (vale, sí, como todos los futuros).

El verano nos ha traído, como un canto de sirenas, la llamada a la confluencia de los denominados partidos de izquierdas. En aras del bien común, sus portavoces piden una izquierda fuerte, capaz de plantarle cara al PP... y al PSOE. Así Izquierda Unida confía en que su pretérito sueño de unidad por fin se materialice. Podemos se deja querer, pero sin anillo. Equo se arrima a los peces más grandes de este charquito a ver si le dejan aportar algo más que el color verde. Y algunos miembros de movimientos sociales como el 15M encauzan este frente común para ganar las alcaldías.

Aunque yo me pregunto, si es cierto que la ciudadanía demanda una izquierda unida (la confluencia bendita), ¿por qué no votaba a IU más que para darle una colleja al PSOE?, incondicionales aparte.

Lo cierto es que desde que Podemos irrumpió con fuerza en el panorama político en las europeas, su omnipresencia mediática, su lenguaje pegadizo y su misión de empoderar a la ciudadanía han insuflado nuevos aires a la política. Los partidos se han puesto las pilas renovando su imagen y su discurso (¿más tertuliano, quizás?). Los nuevos líderes son varones, jóvenes, bien parecidos y mejor formados (académicamente hablando): Pablo, Pedro y Alberto o Florent(Podemos, PSOE, IU y Equo, respectivamente) son lo que pega ahora. ¡Póngase las pilas, Mariano, que Borja (Sémper) encaja fenomenal en este patrón!

Sin embargo, ¿están en sintonía con los nuevos tiempos? Efectivamente, los ciudadanos estamos hartos, hastiados y muy quemados. Queremos políticos íntegros, que miren por el bien común y no sólo por el de sus sus parientes y amigos. Queremos buenos gestores. Personas honradas. Pero al ser humano, independientemente de sus siglas, el poder le da gustirrinín y cuando el ambiente es de jolgorio, quien más y quien menos, todos se sueltan. Y cuando la jarana se alarga, la ebriedad de poder deja un panorama deplorable. Denostar a los votantes del PP y del PSOE, incluso de IU, por lo que han hecho políticos de esos partidos con poder es vergonzoso, ¿puede alguien poner la mano en el fuego por todos aquellos a los que ha votado?

El objetivo de la política es organizar la vida de una comunidad. Sí, el primer requisito es tener unos buenos organizadores; pero, como decía en los artículos sobre la globalización, nuestra casa actualmente es todo el planeta. Las grandes alianzas políticas y sociales deben forjarse internacionalmente. Por mucho que cambiemos de dirigentes políticos en nuestras ciudades, regiones o países, son las grandes sinergias económicas y financieras las que marcan las reglas de juego. Han demostrado que son capaces de hundir un país, miremos el caso de Grecia.

Yo puedo ser un alcalde fantástico y junto con el resto de las formaciones políticas del ayuntamiento apostar por el empleo verde, la sostenibilidad y la equidad social, pero no puedo evitar que el pueblo de al lado permita el fracking, los cultivos transgénicos y que se coloque un gran centro comercial que haga la competencia a las tiendas de mi municipio. Y aunque me ponga de acuerdo con los municipios vecinos, incluso consigamos un acuerdo nacional; eso no impide que los magnates de la economía dejen al 25% de la población de mi ciudad en paro.

Por lo que no es sólo integrarse en un grupo común dentro de Europa, por ejemplo. Es realmente generar espacios políticos, sociales y sindicales globales. El objetivo no es la federación, sino la entidad supranacional, de la índole que sea. Una respuesta global a una realidad global.



Vivimos una esquizofrenia social donde hay unos señores que dicen hablar en nombre nuestro porque les hemos votado y otros que dicen saber lo que realmente queremos porque nos ven jurando en arameo. Entre tanto, la mayor parte de la gente que conozco realiza complejas cábalas para conjeturar cuál es el mal menor. Yo prefiero concretar los problemas para buscar soluciones.

jueves, 24 de julio de 2014

La globalización. Solución: globalización

Hace unos días, tomando un café con dos amigas, hablábamos de este blog y del panorama actual. Una de ellas, a la que vemos poco porque vive en Madrid (luego vive ajena a mis diatribas), nos pedía que no la dejásemos en la angustia del análisis de la situación. Hace años que desterró de su vida la tele y buscando la paz espiritual evita en la medida de lo posible las noticias políticas y económicas que le puedan llegar por otros medios. Así que, ante un retrato ciertamente poco halagüeño, nos reclamaba un atisbo de solución, de esperanza.



La globalización nunca ha gozado de muy buena fama. Ya a finales del siglo (y milenio) pasado, los movimientos antiglobalización se manifestaban en todos los foros políticos y económicos (Davos, FMI, G7...) que concentraban a los principales detentores del poder. Reclamaban humanidad frente al capital; solidaridad frente a usura, perdón, quiero decir beneficio; y límites a la voracidad de las grandes multinacionales. También aparecieron los movimientos ecologistas internacionales que nos llamaban la atención sobre cómo estábamos destrozando globalmente nuestra casa.

Sin embargo, como decía en la entrada el oikos planetario, la globalización es un hecho, un proceso imparable que pone de relieve a escala mundial la idiosincrasia del hombre: los egoísmos de algunos; la picaresca y la triquiñuela junto a la indolencia y laxitud de muchos; y la asombrosa capacidad de justificar lo injustificable llegando, incluso, al autoengaño.


Sampedro y Hessel
La actual crisis ha sido la guinda de esta tarta que nos han aplastado en la cara. Y las reacciones no se han hecho esperar. Desde los indignados de Hessel y Sampedro (una delicatessen histórica la lucidez de aquellos dos nonagenarios) cuya base es la movilización ciudadana; a movimientos nostálgicos, como en Francia o en Inglaterra los antieuropeístas que añoran el esplendor nacional, pero también otros movimientos nacionalistas como el catalán, el escocés o el padano que sueñan una tierra mítica, e incluso otras formaciones racistas, xenófobas, homófobas, sexistas... que se reconocen tan despreciables e inútiles que tienen miedo a todos los demás y penan por un contexto que nunca existió donde no parecer pusilánimes; pasando por movimientos regenerativos: de la izquierda (Movimiento 5 estrellas, Syriza, Podemos...) y de la democracia (algunos con recetas de más austeridad para contentar a los mercados, otros de mantener el estado de bienestar primando lo social y otros -o los mismos- oteando el cielo en busca de la república salvadora).

Es decir, un guirigay. Y la confusión es el caldo de cultivo de populismos, mesianismos y milenarismos como ya sucedió en la crisis del capitalismo industrial del 29, que afectó a todo el espectro social: proletariado, clases medias, ejecutivos, empresas... y que tuvo respuestas como el nazismo, el fascismo o una nueva expansión de los movimientos marxistas. Pero también hubo correcciones del capitalismo como el New Deal de Roosevelt (que consiguió, por ejemplo, el control bancario, la implantación del subsidio de desempleo, mejoras laborales, etc.) inspirado en las teorías intervencionistas de Keynes.



Pues bien, evidentemente yo no tengo la solución a los problemas actuales, porque tampoco tengo el remedio a las debilidades humanas. Sin embargo, sí que veo esperanza. Porque en realidad, como he intentado explicar a lo largo de estas últimas entradas del blog, no es la primera vez que la sociedad se enfrenta a un cambio global en nuestra forma de vida: económico, político, moral, ecológico...

Ya sabemos cuál es la pauta. La increíble capacidad creativa del hombre impulsa avances tecnológicos tales (internet, móviles, biotecnología, nanotecnología, nuevas fuentes de energía...) que transforman la organización humana. Esto trae consigo confusión: los viejos modelos sociales intentan adaptarse a la nueva situación, o mejor dicho, intentan adaptar la nueva situación a sus viejos modelos. El resultado es el mismo que intentar poner una piedrecita para detener un torrente. Además la nueva situación pone de relieve los defectos de la antigua y, como si hubieran abierto el telón en el descanso, vemos los tejemanejes del escenario y a los poderosos salvando lo propio y lo ajeno ante un público estupefacto. Y, ante semejantes desmanes, unos abuchean, otros suben al escenario a ver si queda algo, algunos tiran tomates y otros claman al cielo. Y así estamos entretenidos en nuestras pequeñas miserias locales y nacionales, buscando nuevos actores para una obra que ya no está en cartel.

La siguiente fase es constatar que en paralelo a los nuevos avances, aparecen las fuerzas encargadas de impulsarlos. En este caso, amparadas por los poderes tradicionales, engordaron como colonizadores económicos de estados débiles y poco regulados. Cuando estalla la crisis (provocada ésta por su inagotable necesidad de combustible financiero) y con ella el miedo y el desconcierto, se posicionan como la voz de autoridad con una pléyade de economistas que aseveran que la suya es la única vía plausible para ¿volver? a la normalidad.

Ahora bien, sabemos que eso no es cierto. La economía no es más que una forma organizativa de la actividad humana, luego no existe un modelo bueno, sino que cada momento y contexto puede tener distintas formas de abordarlo igualmente válidas.

No nos cansamos de escuchar que estamos en un momento histórico. Efectivamente. Pero ¿queremos subirnos al carro de los que se aferran al pasado como un sesentón vestido de adolescente? ¿queremos agradar a los mercados a ver si así la toman con otro y nos dan un respiro? ¿queremos enaltecer a los que nos dicen que recogen nuestras inquietudes pero no manifiestan con qué intenciones? ¿queremos contentar a todos para repartir la decepción entre muchos? ¿queremos hacer lo mismo de siempre confiando que esta vez cambie el resultado?

Yo creo que lo primero que debemos es entender que ha cambiado el tablero de juego. Hemos globalizado la partida y esto nos tiene que llevar a pensar globalmente. Los mercados, empresas y fondos financieros ya se manejan internacionalmente con mucha soltura. Les vamos a la zaga. Tenemos que buscar cómo organizarnos globalmente en todos los ámbitos, reflexionar sobre el modelo de sociedad global que queremos tener y ejercer ese poder social global que es mucho mayor que el de los mercados, que deben volver a ser un instrumento de aquella.



Le cuento a mi amiga que no hay manera de sustraerse de la realidad, así que lo mejor es conocerla lo mejor posible para que no nos tomen el pelo. Que las utopías son eso y que no quiero que me vendan motos. Que el futuro, como el presente y el pasado se basan en el afán del hombre de trasformar su entorno para vivir mejor, y que siempre ha existido la lucha para conseguir que mejoren las condiciones para todos y no para unos pocos a costa de otros muchos. Y curiosamente ahí está el equilibrio, en no olvidar que somos muchos.

miércoles, 16 de julio de 2014

La globalización, paralelismo con la revolución industrial

La globalización, más aún asociada al capitalismo, es una realidad que desata fuertes pasiones. Y, como en toda exaltación humana, procuramos no ver el conjunto, sino la parte que nos conmueve. Así sus apasionados defensores hablan de prosperidad, de desarrollo tecnológico, de optimización de recursos, de mejora de la calidad de vida... y sus vehementes detractores nos refieren las desigualdades, el poder absoluto de los mercados, la homogeneización cultural, la precariedad laboral, el calentamiento global... la crisis.
¿Quiénes tienen razón? Pues ambos. Pero no deja de ser una discusión absurda, como debatir sobre la noche y el día. Los avances humanos son tales que han ampliado los dominios de nuestra casa a todo el planeta. El verdadero debate es cómo gestionarlo.

No es la primera vez que el hombre se enfrenta a un momento de cambio tan profundo que abarca a toda la organización social. La revolución industrial supuso, hace no tanto, una transformación absoluta: económica, política, social, cultural, ecológica... No es difícil encontrar el paralelismo. Aprendamos de la experiencia.
Entonces, la burguesía, dueña de los medios de producción, consiguió posicionarse como fuerza dominante frente a una nueva clase social, el proletariado, que constituía la base trabajadora. Surge así el fundamento del capitalismo, la separación entre los dueños del capital y los trabajadores, y entre estos y lo que producen. Por ello, una mayor producción genera un mayor beneficio que sólo redunda en favor del dueño del capital.
Esto conlleva que para mejorar sus beneficios la burguesía no dude en explotar a los trabajadores, en especial a mujeres y niños, con jornadas agotadoras, salarios mínimos, condiciones insalubres de trabajo, etc.
Por otra parte, la burguesía impulsa las teorías liberales que defienden la libre iniciativa y la libertad de mercado. Por lo que pide que el estado no regule la economía e intervenga lo menos posible. Pero, de hecho, el papel del estado es esencial para garantizar el sistema sofocando las revueltas, legislando a favor del capital, protegiendo sus compañías... Igual que hoy, un grupo minoritario dominante se hace con el sistema y lo pone a su servicio a través del dominio del estado. El resultado es una sociedad desequilibrada e insostenible.
Ante estos abusos, hay distintas reacciones.
Una primera reacción es la violenta. Miles de artesanos que veían cómo su forma de vida desaparecía y obreros indignados por las condiciones laborales cargaron contra el símbolo de esta nueva época quemando máquinas y fábricas. Los ludistas, que así se llamaron, fueron duramente reprimidos.
 

Una segunda reacción es la que podríamos denominar utópica. Algunos movimientos, fundamentalmente anarquistas, viendo la explotación de los trabajadores con el amparo del estado, propugnan que desaparezca toda autoridad económica o empresarial y que desaparezca el propio estado y cualquier otro tipo de autoridad. Sueñan con un sistema de modelos cooperativos autosuficientes basados en la agricultura y la artesanía. Es un movimiento pacifista y ecologista. Pocas de estas experiencias perduran si no tienen otros componentes, como el religioso en el caso de los amish. En cualquier caso, no consiguen transformar la sociedad global. Menos aún las facciones violentas.
La tercera reacción es la denominada científica. El socialismo marxista va a tener una influencia enorme hasta nuestros días. Amparado en un denominado método científico, la doctrina marxista propone una visión maniquea de la realidad: la burguesía explotadora y el trabajador explotado. La explotación se produce por el dominio de la burguesía tanto de los medios de producción como de la propia producción. Y el único camino para una sociedad más justa y sin clases sociales pasaría por la revolución consistente en la apropiación por la fuerza de los medios de producción por los trabajadores. Esto no sería posible sin la conquista del estado, estableciendo la dictadura del proletariado para consolidar su dominio de la propiedad. Es preciso que el estado esté al servicio de la revolución dirigiendo el cambio para llegar a una sociedad igualitaria, la sociedad final, perfecta.
La revolución comunista fue una realidad en distintas partes del mundo y fue espantosa. En realidad cambió (y con gran violencia) la opresión del capital a los trabajadores por la opresión del estado a todos los ciudadanos salvo a la minoría dirigente.
Finalmente, la clave que generó el cambio hacia un equilibrio en el sistema fue entender que la industrialización no era mala en sí misma; sino que el problema estaba en que el dominio del poder estaba en manos de una minoría y que controlaba también el poder del estado. Así ante el poder del empresario en el trabajo surgen los sindicatos de trabajadores; y ante el dominio de la burguesía en los gobiernos surgen los partidos políticos populares, laboristas o socialistas.
Ahora bien, ¿y ante la globalización? El análisis sigue siendo válido: la globalización no es mala en sí misma sino que el problema está en que el poder está en manos de una minoría que sólo busca su propio beneficio y se sirve de la debilidad de los estados en su beneficio. Pero los sindicatos y partidos políticos tradicionales ya no responden a las necesidades actuales. ¿Cómo podemos entonces luchar contra esos gigantes internacionales?


Estamos en un nudo de la historia. La tecnología nos abre las puertas a un mundo por construir y en este nuevo escenario las multinacionales y los mercados ya están ocupando posiciones. No perdamos el tiempo intentando cerrar las puertas, sino que convirtámonos en actores protagonistas de ese futuro.

miércoles, 9 de julio de 2014

La globalización, el oikos planetario

Es curioso cómo el ser humano es capaz de obviar lo evidente. El tema de la crisis, sin ir más lejos, nos ha revolcado, como una ola traicionera, y nos ha dejado aturullados en la orilla escupiendo agua y preguntándonos qué ha pasado. Y ahora qué hacemos, ¿nos giramos hacia el inmenso mar e intentamos seguir nadando en la orilla? ¿o gateamos hasta la playa para poner a salvo la toalla y la mochila?.
Hoy el mar está picado, es una fuerza incontrolada y a penas nos atrevemos a meter los pies en la orilla para que no nos arrastre otra ola. Pero la playa está atestada de gente y nos sentamos en nuestra toalla y nos quejamos de que la arena está llena de mierda, de que los padres no controlan a los niños, de que la gente se pone a jugar a las palas cuando no hay espacio, de que hace calor y no podemos refrescarnos...
Es decir, miramos hacia el mar o miramos la playa como si de dos espacios independientes se tratasen.

La globalización es un hecho: hoy nuestra casa es todo el planeta. Y no es algo nuevo, es el perfeccionamiento de la tendencia del hombre a la expansión.
Desde siempre, el ser humano, en la medida de sus posibilidades, ha procurado establecer relaciones con sus congéneres; principalmente de intercambio: de productos, tecnologías, conocimiento, personas (por ejemplo como mano de obra o para reponer población)... no pocas veces con violencia.
Por otra parte, la acción del hombre siempre ha dejado huella en su entorno natural. La deforestación, la introducción de especies foráneas o un uso abusivo de los recursos son sólo algunos ejemplos con consecuencias nefastas para los ecosistemas; pero desde los tiempos de las sociedades agrícolas-ganaderas el hombre se ha empeñado a fondo en domesticar la naturaleza.
Lo que pasa es que actualmente esas posibilidades son inmensas. Nunca antes fue tan cierto eso de que el mundo es un pañuelo y que estamos todos interconectados (dice la teoría de los seis grados que dos personas están conectadas entre sí a través de una cadena de no más de cinco individuos). Y nuestros avances son tales que el impacto en el medio ambiente tiene dimensiones mundiales, incluso universales: ya hemos empezado a enguarringar el espacio.
Se dice que la globalización es un proceso comercial y financiero con consecuencias en el resto de los ámbitos de las sociedades humanas. Puede ser. Pero lo cierto es que la globalización afecta a todas las dimensiones humanas: economía, política, cultura, tecnologías, sanidad, ocio, etc. Para bien y para mal.
El Real Madrid y el Barça causan furor en sus viajes internacionales; internet y los móviles llegan hasta los lugares más remotos y se han instalado en nuestro día a día; podemos fácilmente acceder a productos de cualquier parte del mundo y la calidad de vida se ha incrementado en general. Pero también la voracidad de China está esquilmando África; la conflictividad en Irak hace que suba el precio del petróleo; la deslocalización empresarial hace que en los países desarrollados aumente el paro y en los otros que aumente la precariedad laboral; y la inmoral de los bancos y sociedades de inversión nos ha hundido en la crisis.

En definitiva, lo único que hemos hecho es cambiar la escala. Lo que no es poco, porque ahora somos muchos más los que tenemos que ponernos de acuerdo (es como una comunidad de vecinos, siempre está el típico vecino caradura que aplica la política de hechos consumados en su beneficio y es extremadamente quisquilloso con las necesidades del resto). Pero tenemos los problemas propios de toda sociedad humana: desigualdades, abusos, irresponsabilidad, dogmatismos, etc. con otro más añadido: la falta de una estructura con normas y órganos de poder.
De hecho, quizás ésta sea la más perversa de sus características. No sólo no existe una regulación sino que las grandes empresas internacionales, comerciales y financieras, han impulsado con entusiasmo este proceso globalizador viciándolo (es decir, apropiándoselo en su propio beneficio) con el consentimiento de los estados.
Véase, las grandes corporaciones económicas se han apoyado primero en sus propios estados para que las protejan y favorezcan como grandes creadoras de empleo y riqueza; y luego han buscado ventajas en las naciones con más carencias y menos reguladas. El resultado ha sido unos monstruos poderosos capaces de chantajear a los gobiernos (el valor de mercado de algunas corporaciones es mayor que el PIB de algunos países). Además, tampoco son reacias a pactar entre ellas para imponer sus reglas o a utilizar a sus estados como marionetas de ventrílocuo para conseguir pactos multinacionales, como el tratado transatlántico de comercio e inversiones (ttip).
En definitiva, los poderosos, hoy difuminados en forma de corporaciones y más aún de sociedades y fondos de inversión, buscan sólo sus beneficios económicos, sin tener por qué generar ningún beneficio a los ciudadanos, y qué mejor manera de hacerlo sin nadie que les controle. Estamos en el salvaje oeste, pero sólo ellos van armados.

En el océano de la globalización, los mercados financieros y las grandes multinacionales son los nuevos poseidones, con el poder devastador de un tsunami. Entonces, ¿qué podemos hacer? Lo veremos en el próximo artículo.

miércoles, 2 de julio de 2014

Economía y ecología

¡Qué diferente es desear que querer! Yo, por ejemplo, desearía estar más delgada y atlética; pero me pierden las salsas y apenas hago ejercicio. Querer implica voluntad, responsabilidad, poner los medios para conseguir el objeto de nuestro querer. Quise dejar de fumar y lo hice. Quise escribir este artículo y, pese a procrastinar lo justo, aquí está.
Deseamos un tipo de vida, un tipo de sociedad, un tipo de entorno, trabajo, ocio, bienestar... Pero, ¿lo queremos realmente?

Los griegos, que demostraron ser unos tipos muy listos, hablaban ya de la economía; es decir, del gobierno de la casa (oikos=casa + nomos=organización o ley). En la época helenística, la casa englobaba a la familia, siervos y esclavos que configuraban una unidad de producción y comercio. Luego el término se generalizó hacia las actividades de extracción, producción, intercambio, distribución y consumo de bienes y servicios en las sociedades. De hecho la gran obra de Adam Smith, padre de la economía moderna, fue La economía de las naciones.
El término ecología, mucho más moderno, nos habla también del oikos, del estudio de la casa del hombre, la naturaleza.
La conexión entre ambas disciplinas es evidente: ambas comparten la relación del hombre con la naturaleza como clave. En el caso de la economía, de la naturaleza el hombre extrae los recursos, base para su actividad al mismo tiempo que el propio entorno condiciona las necesidades de la población ahí situada (un factor que se diluye en la globalización actual). En la ecología se estudia la influencia del hombre en la transformación de la naturaleza, a la que somete para adaptarla a sus necesidades.
El problema, normalmente, es la falta de visión “panorámica” y de equilibrio.
El ser humano ha conseguido evolucionar desde la época prehistórica por su capacidad de adaptación y por su inteligencia aplicada a “domesticar” un entorno hostil y a crear herramientas que nos facilitan o mejoran la calidad de vida.
Sin embargo, en esta carrera hacia delante, parece que hemos perdido el rumbo. Hemos trasladado el centro: del hombre (hablamos del hombre no como ser individual aislado sino como el conjunto de miembros de una comunidad) al dinero.
El objetivo de la economía ya no es satisfacer las necesidades de las personas, sino generar riqueza. Así actualmente escuchamos con frecuencia que es necesario desregular los mercados, que no debería haber un salario mínimo, que los nuevos tiempos demandan más flexibidad laboral... es decir, que no importan los trabajadores, sino la cuenta de resultados. 


Lo mismo pasa en el campo ecológico. Ya no buscamos crear un entorno seguro y cómodo para la vida, sino que miramos los espacios naturales bajo el prisma del dinero. Aunque cada vez se habla más de sostenibilidad, se sigue favoreciendo el uso de combustibles fósiles, se patentan recursos naturales, se destruyen ecosistemas, se potencia la obsolescencia... todo para ganar más (hoy, porque mañana ¿habrá recursos?), no para que vivamos mejor. Es más, nuestra calidad de vida disminuye al vivir en entornos cada vez más degradados e insalubres.
Economía y ecología deben encontrarse de nuevo. Y sólo lo pueden hacer humanizándose. Es necesario volver a situar al hombre como centro y su bienestar como objetivo. De esa manera conseguiremos pensar y actuar globalmente, estableciendo una relación equilibrada con la naturaleza y desarrollando una verdadera ética del bien común.

Querer vivir mejor nos obliga a ser responsables de nuestras decisiones, de nuestros actos. No podemos sustentar nuestra calidad de vida sobre la miseria de otros ni podemos conservar nuestro entorno a costa del entorno del vecino. La ignorancia, la apatía o la comodidad no son justificaciones válidas para mantener un sistema ineficaz y autodestructivo.
Cada vez que encendía un cigarro sabía que era perjudicial para mi salud (y mi bolsillo) y la de los que estaban a mi alrededor, pero las consecuencias las veía lejanas y difusas; estar más cansada, tener menos capacidad pulmonar, estar pensando en salir a fumar en el trabajo, en el cine, en la casa de algunos amigos... era normal. Pensaba que no podría vivir sin fumar.
Pensamos que nuestra forma de vida es normal, que no podemos vivir de otra manera. Pero no es cierto. Nosotros podemos cambiar el mundo; pero hagámoslo ya, si no, esas “remotas” consecuencias nos pueden dejar sin futuro.