Una
ya empieza a estar harta de que le cuenten milongas sobre cómo
estamos consiguiendo salir de la crisis gracias a las duras, pero
necesarias, medidas de austeridad, reformas laborales, etc. Aunque
parece que, a fuerza de repetir el mantra, mucha gente se lo cree (el
increíble poder de autoengaño del cerebro humano) y espera
pacientemente que esa mejora en el PIB traiga un pan –o un trabajo–
bajo el brazo. ¿Será por eso que, como
dice Chindas,
nos abren boca con tanto programa gastronómico en la tele?
Por
lo menos, en mi capricho dominical, he podido saborear
las reflexiones de Henry
Mintzberg (El País, 19/10/2014) y de
Joseph
E. Stiglitz (El País, 26/10/2014), que
recomiendo en consonancia con este artículo.
España
es el segundo
país más desigual de la Unión Europea y
el miembro de la OCDE en el que más ha crecido la desigualdad en el
último año, según
Oxfam
Intermón.
Para hacernos una idea, copio dos de los datos que proporciona esta
organización:
Los
3 más ricos de España tienen una riqueza que es más de dos veces
superior a la riqueza acumulada del 20% más pobre. Es
decir, entre Amancio Ortega (Inditex), Rafael del Pino (Ferrovial) y
Juan Roig (Mercadona) tienen el doble que los 9 millones de personas
más pobres.
La
riqueza del 1% más rico es superior a la del 70% más pobre.
Por lo tanto, algo menos de medio millón de personas en España
tienen tanto como 32,5 millones de ciudadanos.
¿Es
esto sostenible? ¿Es aceptable?
Parece
que tenemos asumido que el sector privado puede hacer lo que quiera
con los emolumentos de sus directivos, asesores, etc. En cambio, nos
escandalizamos –crisis mediante– porque los políticos se hagan
con sueldos millonarios a través de los múltiples cargos que pueden
acumular en instituciones públicas y, cómo no, de cuando ni esto es
suficiente y se dedican a refocilarse en asuntos turbios y
corruptelas varias. Lo cual es lógico, en vez de un servicio público
se han pensado que el público está (-mos) a su servicio.
Sin
embargo, lo cierto es que el
sector privado no es ni debe ser sacrosanto.
Y menos aún las grandes empresas y corporaciones controladas en su
mayoría por un grupo minoritario de accionistas y por ejecutivos que
cobran sueldos astronómicos por engrosar las cuentas de sus amos. Si
alguien piensa en el Santander, piensa en la familia Botín, pero
tienen menos de un 1% de las acciones. Eso sí es una dinastía
reinante y no la borbónica.
Es
como si la realidad fuera por un camino y, a medida que subimos en el
escalafón socio-económico, las “leyes” de la realidad cada vez
tuvieran menos efecto. Algo así como subir al espacio para reírnos
de la gravedad.
Como
muestra, un botón. Aunque, cierto, también existen las
cremalleras...
El
pequeño empresario se hipoteca para sacar adelante su negocio y tira
de familia y amigos para que le sostengan cuando flojea la cosa.
Emprender de esta manera supone asumir un modo de vida en la que el
negocio demanda más de lo que devuelve.
Los
primeros trabajadores, Manolo, Pepi o Fulano, se convierten en su
familia y todos arriman el hombro cuando vienen mal dadas. Y si todos
se parten el lomo y el negocio pega fuerte y crece y crece... pasa a
ser Don, deja de conocer a los empleados, como mucho sus nóminas, se
pasa más tiempo “haciendo relaciones” que en la empresa y tiene
que contratar a gente para que le diga qué demandan sus clientes,
porque ya tampoco los conoce.
Así
que sale a bolsa, se queda con un puñado de acciones y el control de
la compañía, tiene un ejecutivo (o una legión) que controla los
famosos dividendos y al que paga (Don con el dinero de la compañía)
una pasta indecente porque diversifique, especule, compre o cierre
otros negocios, pero que cuide sus dividendos. Y ya no hay más
Manolos ni Pepis, porque lo que tiene es un gasto en su cuenta de
resultados, lo que le hace creer que está autorizado a hacer
apología de la esclavitud.
Debe
de ser que como en el espacio exterior no hay oxígeno, se nubla el
entendimiento. Y se jura y se perjura que los mercados son sabios –e
insaciables– y que si nos plegamos a ellos, todo irá bien. Pero
más bien parece que los mercados en realidad son una panda de
matones que te zurran si te enfrentas a ellos o simplemente si te
cruzas en su camino y tienen ganas de desplumarte; así que nos
hacemos los locos, agachamos la cabeza y esperamos que se fijen en
otro pringado.
Los
defensores acérrimos de la libertad (liberalismo) económica ven
normal que Rato, por ejemplo, cobrase 2,34 millones de euros al año
por llevar una caja a la ruina, y con ella a un país. Para los de
antes, 388.440.000 pesetas. Más de un millón de pesetas ¡al día!
Más o menos como el salario de 120 trabajadores. ¿Alguien vale eso?
Por
otro lado, los defensores de la igualdad absoluta dicen que si todos
y todas somos seres humanos o humanas o animalillos varios o varias,
tenemos que calzarnos los mismos zapatos ya nos sobren, ya nos
aprieten.
Pues
bien, in
medium virtus
est.
No todos tenemos las mismas capacidades, ni responsabilidades, ni
dedicación. Pero el estado debe corregir la tendencia del sector
privado a despegarse de la realidad y sus normas. Y la sociedad civil
tiene la obligación de exigir y vigilar al estado para que cumpla su
función y, si no, reemplazarlo por otro que lo haga. Por su parte,
el sector privado, en especial las grandes empresas y sus gestores,
tiene que ser consciente de que sin los ciudadanos no tiene razón de
ser. Y que le puede pasar como al dueño del burro que cuando le
acostumbró a no comer, se le murió.
Una
vez más me he alargado más de lo que pretendía y me he dejado
mucho más en el tintero. Así que para cerrar, os dejo un chiste del
genial Quino.
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