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viernes, 7 de noviembre de 2014

Equidad y sentido común

Una ya empieza a estar harta de que le cuenten milongas sobre cómo estamos consiguiendo salir de la crisis gracias a las duras, pero necesarias, medidas de austeridad, reformas laborales, etc. Aunque parece que, a fuerza de repetir el mantra, mucha gente se lo cree (el increíble poder de autoengaño del cerebro humano) y espera pacientemente que esa mejora en el PIB traiga un pan –o un trabajo– bajo el brazo. ¿Será por eso que, como dice Chindas, nos abren boca con tanto programa gastronómico en la tele?
Por lo menos, en mi capricho dominical, he podido saborear las reflexiones de Henry Mintzberg (El País, 19/10/2014) y de Joseph E. Stiglitz (El País, 26/10/2014), que recomiendo en consonancia con este artículo.

España es el segundo país más desigual de la Unión Europea y el miembro de la OCDE en el que más ha crecido la desigualdad en el último año, según  Oxfam Intermón. Para hacernos una idea, copio dos de los datos que proporciona esta organización:
Los 3 más ricos de España tienen una riqueza que es más de dos veces superior a la riqueza acumulada del 20% más pobre. Es decir, entre Amancio Ortega (Inditex), Rafael del Pino (Ferrovial) y Juan Roig (Mercadona) tienen el doble que los 9 millones de personas más pobres.
La riqueza del 1% más rico es superior a la del 70% más pobre. Por lo tanto, algo menos de medio millón de personas en España tienen tanto como 32,5 millones de ciudadanos.
¿Es esto sostenible? ¿Es aceptable?


Parece que tenemos asumido que el sector privado puede hacer lo que quiera con los emolumentos de sus directivos, asesores, etc. En cambio, nos escandalizamos –crisis mediante– porque los políticos se hagan con sueldos millonarios a través de los múltiples cargos que pueden acumular en instituciones públicas y, cómo no, de cuando ni esto es suficiente y se dedican a refocilarse en asuntos turbios y corruptelas varias. Lo cual es lógico, en vez de un servicio público se han pensado que el público está (-mos) a su servicio.
Sin embargo, lo cierto es que el sector privado no es ni debe ser sacrosanto. Y menos aún las grandes empresas y corporaciones controladas en su mayoría por un grupo minoritario de accionistas y por ejecutivos que cobran sueldos astronómicos por engrosar las cuentas de sus amos. Si alguien piensa en el Santander, piensa en la familia Botín, pero tienen menos de un 1% de las acciones. Eso sí es una dinastía reinante y no la borbónica.
Es como si la realidad fuera por un camino y, a medida que subimos en el escalafón socio-económico, las “leyes” de la realidad cada vez tuvieran menos efecto. Algo así como subir al espacio para reírnos de la gravedad.
Como muestra, un botón. Aunque, cierto, también existen las cremalleras...
El pequeño empresario se hipoteca para sacar adelante su negocio y tira de familia y amigos para que le sostengan cuando flojea la cosa. Emprender de esta manera supone asumir un modo de vida en la que el negocio demanda más de lo que devuelve.
Los primeros trabajadores, Manolo, Pepi o Fulano, se convierten en su familia y todos arriman el hombro cuando vienen mal dadas. Y si todos se parten el lomo y el negocio pega fuerte y crece y crece... pasa a ser Don, deja de conocer a los empleados, como mucho sus nóminas, se pasa más tiempo “haciendo relaciones” que en la empresa y tiene que contratar a gente para que le diga qué demandan sus clientes, porque ya tampoco los conoce.
Así que sale a bolsa, se queda con un puñado de acciones y el control de la compañía, tiene un ejecutivo (o una legión) que controla los famosos dividendos y al que paga (Don con el dinero de la compañía) una pasta indecente porque diversifique, especule, compre o cierre otros negocios, pero que cuide sus dividendos. Y ya no hay más Manolos ni Pepis, porque lo que tiene es un gasto en su cuenta de resultados, lo que le hace creer que está autorizado a hacer apología de la esclavitud.
Debe de ser que como en el espacio exterior no hay oxígeno, se nubla el entendimiento. Y se jura y se perjura que los mercados son sabios –e insaciables– y que si nos plegamos a ellos, todo irá bien. Pero más bien parece que los mercados en realidad son una panda de matones que te zurran si te enfrentas a ellos o simplemente si te cruzas en su camino y tienen ganas de desplumarte; así que nos hacemos los locos, agachamos la cabeza y esperamos que se fijen en otro pringado.
Los defensores acérrimos de la libertad (liberalismo) económica ven normal que Rato, por ejemplo, cobrase 2,34 millones de euros al año por llevar una caja a la ruina, y con ella a un país. Para los de antes, 388.440.000 pesetas. Más de un millón de pesetas ¡al día! Más o menos como el salario de 120 trabajadores. ¿Alguien vale eso?
Por otro lado, los defensores de la igualdad absoluta dicen que si todos y todas somos seres humanos o humanas o animalillos varios o varias, tenemos que calzarnos los mismos zapatos ya nos sobren, ya nos aprieten.
Pues bien, in medium virtus est. No todos tenemos las mismas capacidades, ni responsabilidades, ni dedicación. Pero el estado debe corregir la tendencia del sector privado a despegarse de la realidad y sus normas. Y la sociedad civil tiene la obligación de exigir y vigilar al estado para que cumpla su función y, si no, reemplazarlo por otro que lo haga. Por su parte, el sector privado, en especial las grandes empresas y sus gestores, tiene que ser consciente de que sin los ciudadanos no tiene razón de ser. Y que le puede pasar como al dueño del burro que cuando le acostumbró a no comer, se le murió.

Una vez más me he alargado más de lo que pretendía y me he dejado mucho más en el tintero. Así que para cerrar, os dejo un chiste del genial Quino.


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