El ser humano puede llegar a
ser terriblemente necio. Es capaz de atesorar razones como si fueran diamantes
para justificar su degeneración. Pero ninguna idea vale una vida. Ningún
fin. Ninguna fe. Ninguna nación.
Una vez más nos llegan desde
Israel y Palestina noticias de muerte y devastación, de cómo está siendo
desolada Gaza. Las imágenes nos muestran al pueblo palestino desangrándose, sin
refugio, desgarrado de dolor. Mientras, los periodistas nos hablan de un ejército
israelí en guerra contra “objetivos terroristas-extremistas”.
En aproximadamente un mes, el
ejército de Israel ha matado (asesinado) a casi 2000 palestinos, la mayor parte
civiles; y Hamas ha matado (asesinado) a 67 israelíes, 64 de ellos militares.
Esto no es una guerra. Y menos aún una guerra justa, si es que puede haber
justicia en una guerra.
Netanyahu invoca el derecho a
defenderse de los ataques terroristas. Con un presupuesto militar enorme, con
armas sofisticadas, como los drones o su famoso escudo anti-misiles, con un
sentimiento de pueblo que no conoce fronteras (los judíos de todo el mundo
sienten Israel como suyo) y con la aquiescencia de otros países hija de la mala
conciencia o de los intereses económicos y políticos; Israel se siente
todopoderosa. Su gobierno actúa sembrando el terror indiscriminadamente, al
tiempo que justifica las masacres de inocentes. Niños, mujeres y ancianos son
“escudos humanos”. Barrios residenciales, hospitales o escuelas de la ONU son
nidos de terroristas. Tampoco duda en utilizar a sus propios ciudadanos (que no
militares) para colonizar Palestina haciéndoles cómplices de su abyecta política
expansiva.
Hamas y otros movimientos
palestinos proclaman su derecho a luchar contra el invasor. Sin embargo, con
sus acciones ¿qué consiguen? Lanzan misiles “de represalia” contra Israel (que
por suerte son interceptados en su mayor parte); así, en general, porque no es
contra objetivos militares concretos. Y con eso desencadenan una oleada aún
mayor de ataques contra la población palestina. Es incomprensible, es como pisarle un pie al matón del barrio. ¿Cómo
creen que va a reaccionar? Además, en su demencial visión incitan y aplauden a
los “mártires” de la causa nacional. Se aprovechan de la desesperación, la
necesidad y el dolor de los palestinos para empujarlos contra Israel. Cada niño
que mata Israel es una justificación para la aciaga existencia de Hamas.
Tanto el
Estado de Israel como Hamas son unos totalitarios, asesinos, terroristas que
sacrifican a sus pueblos en aras de sus respectivas naciones. No importa que
uno sea poderoso y el otro débil (si Hamas pudiera, su daño sería muchísimo
mayor), ambos comparten su ignominia y el escaso valor que dan a la vida
humana.
Desde la creación del estado de
Israel hace ya 66 años, esta zona de Oriente Próximo no ha conseguido convivir
en paz. ¿Cómo puede un hermoso sueño, una tierra donde los judíos no fueran
perseguidos, convertirse en una pesadilla? ¿Cómo se transforma un pueblo de
víctima en verdugo? ¿Cómo unos fanáticos asesinos pueden hacerse no sólo con la
voluntad de un pueblo (comprensible por la nefasta situación a la que se ven
sometidos) sino con las simpatías de movimientos por todo el mundo que son
capaces de condenar la violencia de Israel y defender la de Hamas?
Y lo que es más importante, ¿cómo
se soluciona esto? ¿cómo acabar con esta sinrazón? ¿cómo conseguir la
convivencia pacífica con tantas heridas abiertas?
El bien común sólo se consigue
sobre una base sólida: el valor de las personas. No está el conjunto por encima
de sus miembros, sino a su servicio, ya que lo que busca es el mayor bienestar
para todos y cada uno de ellos. Por lo tanto, no hay lugar para mártires, víctimas
del dogmatismo. Su sangre sólo riega la semilla del odio.
La violencia no se combate con
violencia, como el fuego no se combate con fuego. La locura de Netanyahu y su
gobierno y la de Hamas sólo pueden ser derribadas del poder por sus propios
pueblos con el apoyo (moral y político) del mundo entero. Si Israel y Palestina
quieren, pueden convertirse en Estados de derecho, modernos, abiertos y
aconfesionales, donde los delitos se juzgan en los tribunales y donde todos
tienen derecho a existir, a vivir con dignidad, independientemente de su
religión o de la procedencia de sus ancestros.
En un mundo
ideal, los asesinos de uno y otro lado acabarían en la cárcel y cada
damnificado recibiría una compensación a sus padecimientos. Lamentablemente, lo
más probable es que nada de esto vaya a suceder. Sin embargo, por muy dolorosas
que sean las heridas, es necesario pensar en el futuro y apostar por uno mejor,
sin violencia, donde todos puedan estar incluidos. Un futuro donde ninguna idea
impida que dos niños sean amigos.
Cuando era pequeña, mi padre tenía una cinta de música sefardí. Recuerdo
una versión del Hava Nagila que decía algo así: “quiero daros la esperanza de
que al fin pueda el mundo ser feliz”.
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